El duelo debe ser considerado como un derecho, que no puede quedar reducido a una cuestión individual. Se trata de acompañar a las familias y a las personas para que no estén solas frente al fallecimiento de sus seres querides y de darles a estas muertes un sentido compartido. Documento conjunto con Memoria Abierta.
Desde el momento en el que se sospecha que hubo un contagio, la pandemia en curso limita el contacto de las personas con sus grupos afectivos. Los síntomas, el resultado positivo, la internación, la terapia intensiva y, cuando ocurre, la muerte y la decisión sobre el destino de la persona fallecida, de acuerdo a las creencias de cada une, se atraviesan sin las formas de estar juntes que son propias de cada comunidad.
Despedirse de quienes mueren es fundamental. Para las personas, los duelos son circunstancias vitales extremas que requieren el soporte del grupo y de la comunidad. Para la sociedad, en los ritos funerarios se elabora la pérdida de un integrante. Los velatorios, los entierros o cualquier ceremonia que decida realizarse acompañan a les familiares y amigues y marcan también la finalización del pasaje de una persona conocida y querida por su espacio de pertenencia. No sabemos todavía qué consecuencias tendrá para las personas afectadas y para la sociedad, la imposibilidad de despedirse de quienes mueren en tiempos de pandemia, sea como consecuencia del virus o no.
El Estado está haciendo esfuerzos para proteger a la población del contagio masivo y de la saturación del sistema de salud. Frente a lo que resulta inevitable, el miedo, el dolor, el malestar, los duelos por las pérdidas también deben ser cuidados y acompañados.
El diagnóstico, el aislamiento, la internación, los cuidados críticos y la muerte no son atravesados por todes en las mismas condiciones, con los mismos recursos materiales para afrontarlos ni con los recursos sociales que son los que muchas veces permiten acceder a mejores condiciones en algunas de esas instancias.
El duelo debe ser considerado como un derecho, que no puede quedar reducido a una cuestión individual, al arbitrio de las condiciones económicas de cada grupo, ni de los conocimientos que pueda tener sobre cómo encontrar un camino más amable que el estandarizado.
El modo en que el aislamiento condiciona cómo se atraviesa la enfermedad y la muerte, por parte de la víctima del virus y por parte de su grupo afectivo, requiere lineamientos claros, generales y homogéneos por parte del Estado, que sirvan de guía para las autoridades públicas,instituciones provinciales y municipales, y también para las instancias privadas involucradas en los circuitos de atención de la enfermedad y la muerte. Sin estos lineamientos, se profundizan los impactos desigualitarios y al mismo tiempo se corre el riesgo de consolidar regulaciones arbitrarias, no fundamentadas en recomendaciones científicas ni con una perspectiva que contemple todos los aspectos que están en juego.
Es un riesgo que ante el incremento de casos y la posibilidad de desborde del sistema de salud, se generen mecanismos y circuitos estatales tan rígidos y predeterminados que no den lugar al reconocimiento de la singularidad de cada persona que ha perdido un familiar o un amigue y de sus derechos. Hemos tenido conocimiento e intervenido en decisiones que se tomaron, o se intentaron tomar invocando, por ejemplo, una supuesta obligatoriedad de cremación, que no es tal, y que amenazan el derecho de las personas a decidir el destino final de sí mismos y de sus seres querides. Estos lineamientos también servirían de apoyo para les trabajadores del sistema de salud, quienes presencian y son parte de situaciones de dolor.
El Estado está en el difícil trance de adoptar medidas estrictas de distanciamiento para preservar la salud. Al mismo tiempo, va tomando decisiones en las que habilita distintos tipos de contactos humanos porque los considera esenciales. Entre estos contactos esenciales deberían incluirse las despedidas, de quienes están por fallecer o de quienes han muerto.
Los ritos de despedida son diversos y existen diferencias en las prácticas y tradiciones, relacionadas con las ideas y las creencias sobre la materialidad y la trascendencia. Esto debe ser reconocido y respetado por el Estado, para que las comunidades puedan realizar los ritos que han construido.
Con todos los mecanismos de protección necesarios para evitar contagios, la última mirada a la persona que ha muerto debería ser incluida como una opción para quienes la necesiten, pues esa prueba de realidad de la muerte es la que inaugura la pérdida y da inicio al duelo.
La falta de visión del cuerpo puede dejar abierta –consciente o inconscientemente- la ilusión o la fantasía de que se haya cometido algún error y otras situaciones que dejen planteadas las coordenadas de un duelo prolongado. La imposibilidad de la visión genera un efecto de desaparición de las personas que tiene alcances profundos. Como es de público conocimiento, hoy la situación más frecuente es que las personas ven a sus seres querides en el momento previo a la internación y, si ocurre la muerte, reciben un féretro cerrado. Esa ausencia de mediación entre ver a un ser vivo y saber a uno muerto dentro del ataúd no debería convertirse en la norma.
La definición de quién o quiénes participan en los velatorios, cremaciones o entierros, así como su número, también debería contar con la participación activa del núcleo afectivo para que, en registro de su situación singular, pueda solicitar una adecuación del procedimiento estandarizado.
Debido al potencial traumático que implican los aspectos mencionados, para las personas que tengan familiares próximos a fallecer o que hayan fallecido por COVID-19 y cuyos rituales de despedida se vieron condicionados por el contexto de distanciamiento, en caso de requerirlo, el Estado debería poner a disposición asistencia y acompañamiento psicológico, social -y en lo que pueda, facilitar la asistencia espiritual y cultural-comunitaria- adecuada para el acompañamiento, como ha hecho en otros momentos de conmoción social. Si las restricciones se mantienen activas, es preciso que el Estado tenga una palabra pública respecto del padecimiento que supone para las familias y los grupos afectivos la abreviación o modificación de los ritos funerarios, limite su extensión en el tiempo al mínimo posible, y les otorgue un sentido en términos de los cuidados colectivos.
Es preciso un encuadre estatal que posibilite una elaboración colectiva de estas muertes contemplando la diversidad. Se trata de acompañar a las familias y a las personas para que no estén solas frente al fallecimiento de sus seres querides y de darles a estas muertes un sentido compartido, situándolas en el contexto excepcional que atravesamos.
Desde esta perspectiva, las políticas públicas podrían ofrecer instancias de memorialización colectiva, como la publicación y/o difusión de los nombres de las personas fallecidas -con el consentimiento de sus familiares- en medios de comunicación, la producción de programas, micros para radio, televisión y medios digitales que recuperen la trayectoria de vida de las personas que murieron así como señalizaciones, conmemoraciones, homenajes o actos de reconocimiento. Como nuestra historia reciente muestra, también la memoria como práctica social actúa en favor de alojar y reparar las experiencias traumáticas comunes. Sin duda la regulación de todos los aspectos que hacen al cuidado de las personas que sufren por la enfermedad y la muerte generada por el COVID-19 en cada momento que la persona atraviesa es una tarea difícil. Por eso debe ser abordada por el Estado nacional en el ámbito más general de lineamientos y coordenadas de acción, de cara a generar un punto de partida homogéneo y común, que luego deberá ser adecuado según las particularidades de cada contexto.
Hay experiencias de equipos de trabajadores de la salud y de distintas organizaciones sociales y académicas que pueden sumar y apoyar al Estado en esta labor, en este contexto tan excepcional, específico y a su modo novedoso para todes. Como en otros momentos de nuestra historia reciente, la intervención del Estado resulta hoy fundamental para garantizar al derecho al duelo, a la reparación y a la memoria de las familias y las personas fallecidas en el marco de la pandemia.
Memoria Abierta
Foto: Juani Roncoroni |